Entrevista con Tania Ramos Pérez, autora de Invocaciones (Ediciones Digitales Punto de Partida, 2018)
Mauricio Montiel Figueiras
En esta entrevista Tania Ramos Pérez habla sobre la manera en que la antropología ha transformado su percepción del mundo y su labor poética; sobre cómo inició su afición por la lectura; sobre sus procesos creativos y costumbres al escribir; y sobre de qué manera conviven la poeta, la filósofa y la antropóloga que conviven en ella.
Uno de los rasgos que más sorprenden en tu libro Invocaciones es el modo en que te apropias del orbe mesoamericano para transmitirlo a través de una poesía netamente contemporánea. ¿Cómo se dio este proceso de apropiación y asimilación en tu voz poética?
Cuando decidí estudiar antropología estaba convencida de que era eso a lo que quería dedicarme profesionalmente, pero, debo decirlo, al principio no imaginé que este proceso cambiaría mi forma de ver la vida de manera profunda. Y es que puede resultarnos fácil vivir la vida que llevamos tomándola como algo natural; sin embargo, el estudio de las ciencias sociales deja claro que nada es menos natural que la forma en que cada una de las cultura ve su entorno. La cultura que te es propia deja de tener ese halo de pureza y soberanía que podría haber aparentado tener en un principio.
Cuestionar el origen de las cosas, de nuestra cultura, es quizás el principio que formalmente guía a la antropología contemporánea. Pero ese cuestionamiento, ese afán de ver lo que se oculta detrás de los objetos o del lenguaje, llegó a mí también por la forma en que me educaron mis padres. En casa se leía la Biblia todos los días. Cuando yo tenía once años no se le leía este libro por religiosidad, se leía para analizar el contexto histórico y material del texto, que, mediante el lenguaje religioso, construía estamentos que daban orden y sentido a los sentimientos y ocupaciones humanas, y eran estos estamentos los que se criticaban. Sí, mi familia distaba mucho de ser católica, era, según lo atestigua la biblioteca familiar, marxista. Pero como toda familia mexicana, tampoco logramos, nunca, ser del todo coherentes con aquella frase que dictaba que “la religión es el opio del pueblo”, porque la casa también era testigo de un profundo amor por las raíces mesoamericanas de nuestra genealogía. A un lado de El Capital de Marx, había libros sobre las deidades mayas, sobre la cosmovisión precolombina. No íbamos los domingos a misa, pero todas las vacaciones visitábamos templos mayas, nahuas, toltecas, olmecas, totonacos, etcétera. Como la extrañeza nos imbuía y no teníamos palabras para expresar tanta maravilla, se vieron obligados —mis padres— a buscar explicaciones a todo lo que veían, esta vez, haciéndose de libros de poesía y literatura.
En esa casa, ciertamente, era difícil que me apartara por completo de una visión literaria o casi científica del mundo. La casa misma daba cuenta de diferentes formas de ver y explicar el mundo, pero no lo hacía por contener magia en sus paredes o espejos cuánticos o laberintos míticos, lo hacía porque tenía muchos libros. Aprendí a significar las cosas a través de ellos. Pero llegó el momento —incómodo momento— en que, incluso, ese gran mundo de mundos debe ser cuestionado. Como antropóloga me llegó esa hora; como escritora, apenas la estoy asimilando. Puedo decir, incluso, que aún no tengo totalmente elaboradas las respuestas. Y es que todo ese mundo de libros, incluso esa falta de religiosidad en mi vida cotidiana, en las estancias en campo en pueblos indígenas llegó a causarme estragos. Hablo de una tendencia por creer que todo se puede explicar y entender por la vía de lo escrito.
Los pueblos originarios poseen otras formas de enfrentar, conocer y construir el mundo. Esta forma, por decirlo de algún modo, es más corporal y menos asentada en el sentido de la vista (como sucede en las culturas como la occidental, que tiene en los libros una vía de reproducción del conocimiento). Tuve que confrontar la legitimidad de todas mis formas discursivas para entender un poco más la forma en que los rituales mayas y la vida cotidiana de los pobladores mayenses con quienes convivo se abrazan; tuve que reconocer esas carencias mías para apreciar las cosas mientras viví en el pueblo de Tihosuco (comunidad en la que estuve cinco años). Nada me habían dicho los libros.
Invocaciones, mi libro publicado por Ediciones Digitales Punto de Partida, alude un poco a este proceso. Tránsito que me es más fácil asimilar y compartir a través de la poesía. Desde la escritura académica es más difícil porque es un proceso que no ha dejado de asombrarme y, bueno, el discurso académico no siempre está dispuesto a recibir con los brazos abiertos certezas logradas desde la emoción o los sentimientos. Considero que apenas estoy aclarando las causas y consecuencias de esta nueva relación mía con la realidad, un tanto menos arreligiosa (en tanto que la religión entraña una profunda relación corporal con el mundo). Con esto lo que quiero señalar es que aquello que llamamos lo “mesoamericano” tiene sus raíces en un pasado común, pero que se manifiesta en los pueblos originarios o en muchas de nuestras propias maneras, tradiciones, costumbres, gestos y lenguajes, como netamente contemporáneo y, yendo aún más allá, como algo corporalmente urgente de recuperar.
Estoy segura de que través mi trabajo poético quiero hablar de cómo existen otras formas, menos utilitarias de pensar las relaciones humanas, las relaciones con el entorno, las relaciones con el conocimiento mismo, que vive, en definitiva, explicada en muchos libros, pero que se regenera en la mnemotecnia de muchos pueblos mesoamericanos. Esa otra poesía que se realiza con el cuerpo. Por ahora, si algo motiva mi poesía, son todos estos encuentros, pero también todas las preguntas que de ellos emergen. En resumen, concibo mi oficio de escritora desde el plano estético, pero también desde el plano moral, su contemporaneidad gravita ahí, en cada momento en que intento cuestionar lo que llamamos “realidad” y, de ese elemento que pareciera fatídico, surge también la extrañeza constante y la poesía como un modo de encauzar la emoción que surge de ello.
¿Cuál dirías que fue el detonador que te impulsó a escribir poesía y no otro género literario? ¿Qué tanto crees que la lectura de poesía ha influido en tu decisión? ¿Puedes contarnos un poco de tu evolución o crecimiento como poeta?
La afición por la lectura de poesía me fue dada por mis padres desde niña. Mi madre guarda mis primeros poemas de cuando tenía ocho años. Pienso que sin importar lo que hubiera estudiado como carrera universitaria, indudablemente la poesía habría nutrido también mi escritura. Fue tan determinante que la literatura cubrió mi infancia y juventud. Llegado el momento, sin embargo, de la rebeldía juvenil, lo que hice fue “volver la espalda” a los libros, dedicándome por varios años a la danza, sólo para terminar dándome cuenta de que lo que me gustaba de las artes escénicas era también su lenguaje, su poesía, y que no había manera de declararlas opuestas. Mi primer creación coreográfica de danza contemporánea lleva el nombre de un poema de Octavio Paz: “Árbol adentro”.
Mientras realizaba trabajo de campo en Tihosuco, un pueblo maya de Quintana Roo, me reencontré con la poesía de forma definitiva. La causante fue la gran admiración que me despertó la lectura de El ritual de los Bacabes, un libro de ensalmos y “recetas” de curación maya escrito en algo que en un principio me pareció poesía pura. Curiosamente, mi relación con la poesía ha caminado de la mano con las ideas que emergían de investigar un poco más el origen y la utilidad de aquel libro en su contexto original. Ya no pienso en la poesía como un texto elevado a la metafísica de sus elementos, plagada de musas efímeras merodeando el ánimo de quien la escribe. El ritual de los Bacabes no habla de deidades inconmensurables, los versos describen deidades que poseen la piel o el aroma de una planta específica, de un animal en concreto, del agua y sus formas de tratarla, es un texto en que las palabras migran de un estado sutil a uno sólido y palpable.
El curandero maya, especialista en reconocer esa naturaleza táctil y dúctil de lo sagrado, se adiestra todos los días, no únicamente espera el sueño en que los dioses le dirán cómo sanar a su paciente, busca, lee el entorno, dedica horas a memorizar sus encuentros o desencuentros con cada uno de los ensalmos o elementos que requiere. Fue, pues, quedándome claro que cada poema debía ser el resultado de un arduo trabajo, de una búsqueda no desinteresada por encontrar una voz propia, coherente con lo que se busca plantear, así generé mis propios modos de autocrítica o, si se quiere llamarle de otro modo, de autoimpulso para no dar por totalmente acabado y puro el resultado, por no dejar de encontrar en otros poetas, también, asideros o elementos que deben ser considerados. Es real que se aprende todos los días, como cualquier oficio. Porque la poesía, como decía Rosario Castellanos, es un oficio exigente.
Se sabe que la literatura es una cámara de resonancia: en un libro confluyen en distintos niveles las múltiples voces que han contribuido a forjar el estilo de un escritor. ¿Cuáles son, en tu caso, las voces clásicas o contemporáneas que más han influido en la configuración de tu propia voz?
Leo mucho e intento leer de todo, ensayo, novela, cuento, hasta mis libros académicos, todo se combina y me alimenta, creo que el escritor debe forjar su disciplina de manera que ella le posibilite transitar por el conocimiento de los diferentes lenguajes literarios y artísticos.
Hablando en concreto de mis encuentros con la poesía, el orden sigue más o menos así: de pequeña mi papá me leía mucho a Octavio Paz, a Gorostiza, a Villaurrutia. En los talleres y seminarios que tomé de jovencita me encontré con los poetas malditos, encontré a Mallarmé, a Vallejo, a Sylvia Plath, a Emily Dickinson, a Rosario Castellanos, a Juan Bañuelos (mi primer ensayo fue sobre este poeta chiapaneco), entre muchos otros. Fue mientras estaba en Tihosuco que mi trabajo comenzó a nutrirse de poesía como la de Briceida Cuevas Cob, Carlos España, de mis lecturas de El ritual de los Bacabes, de los Cantares Dzitbalché, de Los Libros del Chilam Balam. Después de ellos mis búsquedas del lenguaje me han llevado a Coral Bracho, a María Rivera, a María Baranda, a Margaret Randall, a Rosemarie Waldrop, a Joy Harjo, a Eunice Odio, a Raúl Zurita, a Guillermo Fernández, a Claudia Posadas. Ahorita estoy releyendo a Lezama Lima (uno de mis favoritos) y trato de leer, con la escrupulosidad necesaria, a Sor Juana, por un proyecto en el que trabajo.
¿Cuál ha sido tu experiencia al publicar un libro digital?
Considero que la polémica que pretende colocar en entredicho la pertinencia de los libros digitales es falsa. Indudablemente los formatos digitales han llegado para quedarse y para convivir con los formatos tradicionales, bajo una política de difusión cultural como la que entraña Ediciones Digitales de Punto de Partida que posee una plataforma pensada en sus inicios desde las necesidades de la comunidad estudiantil y la comunidad artística. Me parece un acierto fructuoso, ello hace que me enorgullezca pertenecer a la primer generación de publicaciones con este sello de la UNAM.
Invocaciones es mi primer libro publicado. Su surgimiento por la vía digital reforzó mi pasión por continuar escribiendo; primero, porque me llena de contento saber que puedo compartir con los lectores mi trabajo; segundo, porque al ser una publicación digital es mucho más fácil difundirla, llama mucho la atención de los más jóvenes, se mueve con mayor rapidez entre el público lector. Un fragmento de mi vida, de mi esfuerzo, del esfuerzo de quienes con sus libros me han influenciado (los autores que he leído), con su tiempo (mis maestros, incluidos mis maestros de la Maestría en Estudios Mesoamericanos), con su cariño (mis padres, mi familia, mis amigos), con sus ejemplos (las familias mayas de Tihosuco), está ahí, en ese libro que está a sólo un clic de descarga.
¿Te identificas con otros autores de tu generación o de la generación previa a la tuya en México?
Conozco a los poetas de mi generación nacidos en Chiapas entre el 70 y el 80, muchos de ellos han ido poco a poco formalizando su labor poética. Si bien los intereses poéticos son diversos, me parece que coincidimos en ciertas cosas, sobre todo en aquello que tiene que ver con las búsquedas de un lenguaje de raigambre mesoamericana, porque todos, como chiapanecos, nos seguimos buscando entre las montañas que dividen a México con Guatemala y todo Latinoamérica. Entre estos escritores puedo mencionar a Arbey Rivera, César Trujillo, Fabián Rivera, Fernando Trejo, Mario Alberto Bautista, Matza Maranto, Mikeas Sánchez, Raúl Vázquez, René Morales. De una generación previa a la mía debo mencionar a Balam Rodrigo y a Luis Arturo Guichard, con quienes también comparto preocupaciones asentadas en nuestro carácter sureño. Puedo mencionar a dos autoras a nivel nacional que estoy leyendo ahora, y con quienes he podido identificar elementos afines de orden estético y formal: Claudia Posadas y a Elisa Díaz Castelo.
¿De qué manera conviven la académica, la filósofa y la poeta que hay en ti?
En la cosmovisión tseltal, a diferencia de la creencia católica, los seres humanos poseemos varias almas, todas ellas están en constante dinamismo. Me gusta pensar que en mí conviven esas tres disciplinas como parte de mis almas, a veces una se apodera de las otras dos para actuar, otras veces actúan solas (como cuando escribo algún texto netamente académico, debo hacer a un lado mi afición por construir metáforas y ceñirme a conceptos prefabricados, por ejemplo). Mi esposo dice que a veces tiendo a ser conceptual cuando escribo poesía. Bueno, ahí es mi alma académica haciendo de las suyas. A veces, mientras leo un texto antropológico, este me detona versos; a veces leyendo poesía, confirmo algunas nociones antropológicas, todos estos juegos imbuyen a la filósofa que me habita, es desde todo esto que leo el mundo y mi existencia. La filósofa es la que se preocupa, la que nutre de los agobios o las felicidades humanas a la poeta y a la académica, es la que me señala mi deudas con mi raíz indígena, la que me muestra las batallas pendientes desde mi femineidad, la que pone en duda mis certezas como madre, como ciudadana, como ser que busca sentido en el mundo y el espacio que le toca vivir. El mismo que, desgraciadamente, se debate actualmente entre el despojo, la violencia, la exclusión, la impostura y el engaño. Hasta ahora la antropología y el arte han sido dos vías para ser cada día más congruente, porque un poeta, lo que busca, en el fondo, es abrir otras formas de realidad, otras formas de convivir con el lenguaje, con las palabras, porque las palabras son también el asiento de las prácticas diarias, son también el suelo y el techo de nuestro hogar.
¿Cómo escribes?, ¿tienes manías, amuletos o supersticiones?
No tengo amuletos para escribir. Cuando no estoy trabajando específicamente en algún proyecto poético (lo que implica, para mí, sentarme frente a la computadora más de dos horas diarias durante semanas, antes podían ser más de cuatro horas, ahora que tengo un bebé de meses ya no pueden ser tantas) escribo todo lo que me viene a la cabeza: ideas para proyectos futuros han emergido de otras lecturas, de viajes, de visitas a museos, de anécdotas familiares y la remembranza.
Versos sueltos aparecen todo el tiempo, emergen como duendes detrás de objetos o se suben al mismo colectivo que yo. Entonces saco mi pluma y un papel o la aplicación de notas del celular y anoto. Cuando es tiempo de trabajar en un proyecto sí tengo manías: suelo hacerlo con un buen café a mi lado, rodeada de los libros que siento afines al tema que trabajo para releerlos en los momentos en que siento que la “musa está por abandonarme”. Si estoy agotada, la lectura de mis poemas favoritos me devuelve la energía para continuar otro rato y, definitivamente, prefiero estar sola en la habitación. El monstruo que llevo dentro puede asomar si me interrumpen a mitad de la redacción, si se me va la idea y, bueno, mi familia, simplemente, prefiere no acercárseme. He ido aprendiendo a ser exigente conmigo misma. Se dice fácil, pero no lo es. Si el poema es resultado de una semana de trabajo y al final no me emociona como creo que debería emocionarme, lo corto por completo (y lo pego en una sección a la que bien le podría llamar “retazos del quizás nunca”), e inicio de nuevo o parto de algún fragmento que pienso rescatable.