Entrevista con Emiliano Trujillo González, autora de Alguien encendió un fósforo (Ediciones Digitales Punto de Partida, 2019)
El autor es estudiante de la licenciatura en Estudios Latinoamericanos. Alguien encendió un fósforo, su primer libro de cuentos, fue premiado por su diversidad temática y por su estilo narrativo bien cimentado, así como la capacidad del autor para enlazar los cuentos a través de hilos sutiles que el lector descubre conforme avanza en la lectura.
Cuéntanos cómo fue el proceso creativo de Alguien encendió un fósforo, ¿cómo concebiste la estructura de tres partes?.
Primero lo primero: desde el principio supe que uno de los cuentos (“68 maneras de mirar una estrella”), por su extensión (unas treinta páginas contendiendo al lado de cuentos que con suerte rebasaban las tres) y temática (el 2 de Octubre de 1968), merecía un lugar aparte en el conjunto del libro. Consciente de eso, quedaba por ver si al libro le convenía dividirse en dos, con el grupo de ficciones breves por un lado y “68 maneras…” por el otro, o de plano buscar otra forma de presentarle al lector los relatos.
Releí los cuentos; creí ver en ellos ciertos símbolos, ciertas imágenes que se repetían y se espejeaban unas a otras. Intenté ordenarlas, tejer un relato más amplio con las imágenes breves que tenía por ahí. El título, Alguien encendió un fósforo, me ayudaría a crear ese tejido, a reunir los relatos dispersos y cobijarlos bajo una idea de la ficción breve como fósforo que se enciende y se apaga: bajo una luz por definición breve y artificial.
Ya los tenía, reunidos como los conejitos de Cortázar en “Carta a una señorita en París”, pululando por la habitación. De pronto, cuatro conejitos como que se alejaron del resto e hicieron su tribu aparte: los “inconclusos”. “Inconclusos” se llama la tercera parte del libro; no son cuentos inconclusos como tal, sino que tienen como protagonistas a hombres a los que les falta algo: la visión del mar, su familia, su memoria, la vida: personajes inconclusos a los que ni el arte los salva de su inconclusión. En esos cuatro cuentos, a diferencia de los otros, hay una intención más clara, más abierta, de jugar con la realidad y la ficción al interior del relato. Dejarlos juntos y al final me pareció una buena idea porque, como espero descubra el posible lector, son más lapidarios que los de la primera parte.
Sobre los cuentos de la primera parte, que también se llama “Alguien encendió un fósforo” por las razones antes aludidas, un gran amigo llamado Marco me dijo hace poco que parecían pinceladas. Yo me emocioné mucho, porque creo que esos cuentos, salvo uno, son algo muy parecido a eso: pinceladas de un cuadro más grande. Ahí quise dejar la sensación del que entra al cine a la función equivocada y se entera sólo de un fragmento de la historia.
¿Quiénes han sido las personas más determinantes en la confección (por llamarla de algún modo) de tu vocación literaria?
Creo que aquí podemos pensar, como Holden Caulfield, en dos tipos de personas: aquellas a las que puedes visitar cualquier día o bien a las que puedes llamar por teléfono, y aquellas a las que no.
Entre las primeras están mi tío Genaro González Enríquez, que además de ser mi tío, por una temporada también fue mi jefe en una librería oaxaqueña llamada El Faro. A él le debo la pasión por la lectura y por la brevedad. Un día hace algunos años, Genaro llegó a mi casa con un libro bajo el brazo: Los detectives salvajes. Yo tendría entonces unos quince años y aquel era el mejor libro con el que podía encontrarme en ese tiempo: el único libro capaz de alejarme de los campos de fútbol y del relajo interminable de los amigos de la cuadra. La lectura de Bolaño, esto ya lo han dicho muchos otros, provoca unas ganas incontrolables de escribir; claro que en ese entonces no me iba a lanzar a intentar escribir una novela de esas magnitudes y ese aliento, y ahí entra el segundo regalo de mi tío: La brevedad, de Augusto Monterroso, un libro que jamás se termina de leer y que me reveló la belleza y las posibilidades del cuento como género. También me regaló la Antología del ensayo breve en México, que él mismo compiló, con textos de Arreola, Reyes, Ibargüengoitia, Jacobs y otra vez Monterroso, y que fue para mí toda una revelación. Se entenderá entonces la clase de faro que fue mi tío para eso que la pregunta llama vocación literaria.
También quiero mencionar, entre los “telefoneables”, a dos maestros: Gustavo Ogarrio, conocidísimo por estos lares, y a Néstor Belda, cuentista argentino desconocido en México. Ellos, más que regalarme lecturas (también lo hicieron) me regalaron formas de narrar, o más bien, de comprender el acto de narrar: del primero aprendí a cuestionarme siempre el posicionamiento del narrador en una historia, y la importancia que tiene construir una voz, un tono; del segundo, de Néstor, gran lector de Hemingway y de García Márquez, aprendí aquello que se repite como un mantra pero que hay que entender: en un cuento lo más importante no se cuenta. Si lo aprendí o no es mi problema, pero él sí que me lo enseñó.
De las personas a las que no puedo ni visitar ni telefonear, entre otras razones porque ya están muertas, menciono a los ya apuntados Bolaño y Monterroso. A ellos puedo leerlos.
¿Qué es lo que más te atrae del cuento como género literario? ¿Escribes otros géneros?
Del cuento me atrae su capacidad para mostrar un vistazo, apenas un fragmento de una vida, al tiempo que crea la ilusión de haber visto más de lo que realmente se vio: porque verdaderamente es así, es una ilusión muy cierta.
El cuento, pienso, es un género muy riguroso. Si tambaleas un poco, caes y es muy fácil perder al lector en esa caída. En literatura perder al lector equivale a desaparecer.
Me gusta que el cuento me exija como lector; que me acorrale a pensar que cada elemento aparece cuando aparece por una razón: que nada es del todo casual. Al escribirlos, me gusta que la exigencia sea la del funambulista. Del cuento también disfruto sus limitaciones temporales y espaciales; creo que en una novela me perdería entre tanta libertad.
Además del cuento, me interesa mucho la crónica. Hace dos años, cuando los terremotos del 2017, escribí una serie de crónicas sobre mis pueblos en la región del Istmo de Tehuantepec, una región muy azotada y agrietada por los movimientos telúricos de aquel año. Y hace más tiempo todavía, hace unos cuatro años, escribí crónicas sobre el desaparecido cine de Juchitán, aunque decir “escribí” suena a exageración, porque ambos trabajos, ambas series de crónicas, se nutrieron mucho de las voces y los recuerdos de mis paisanos que estuvieron ahí para ver, sentir y testimoniar los movimientos y las desapariciones.
Construyendo esas crónicas aprendí mucho sobre la forma de trabajar una voz ajena y sobre la configuración de la estructura de un relato. Así, aunque lo primero que recuerdo haber escrito es un cuento, creo que podría decir que el primer género que intenté con verdadero rigor fue la crónica.
¿Cuál ha sido tu experiencia al publicar un libro digital?
Todo ha sido un poco raro porque yo difícilmente existo en el mundo digital. Estoy prácticamente ausente de las redes sociales, y en mi vida había leído un libro en formato digital (al menos hasta ahora). Fue tal vez en la premiación de las Ediciones Digitales Punto de Partida, al escuchar el discurso de mi compañero Daniel (aquello de lo maravilloso que es la existencia de poesía y letras gratis para todo aquel con acceso a internet) y las razones de César Tejeda y Rosa Beltrán, que caí en la cuenta de las ventajas que este medio puede brindar a los que como yo vamos empezando a publicar: una difusión amplia y transfronteriza, la posibilidad de ser leídos.
La experiencia más bella que he tenido con la publicación digital fue el saber que mi abuela Margarita, a quien operaron hace unos meses de los ojos, leyó Alguien encendió un fósforo en una tarde y sin pausas en un pequeño teléfono celular. Si al menos un puñado de personas leen mi libro con la energía de esa genial septuagenaria, con todo y que lo hagan a través de sus teléfonos móviles, ya la hice, ya me siento feliz.
¿De dónde nació tu interés por reconstruir la tragedia del 68 a través de la ficción?, ¿qué significa ese evento histórico para los autores de tu generación?
El relato “68 maneras de mirar una estrella” tiene un detrás de cámaras: nació como un proyecto que una nueva editorial independiente me propuso realizar. La idea era escribir un cuento que abordara los sucesos trágicos del 2 de Octubre y publicarlo en el marco del 50 aniversario de aquel día, es decir el año pasado. En ese entonces escribí el cuento, pero dicho proyecto editorial no vio la luz sino hasta fechas muy recientes, a través de la Editorial Punta Coral, sin la cual probablemente no me habría animado a escribir sobre el 2 de Octubre, con todo y que es un día y un símbolo que me interesa mucho.
Ahora, al 2 de Octubre de 1968 entré por dos puertas: una literaria y otra cinematográfica. Ocurrió casi al mismo tiempo, cuando empezaba la prepa allá en Oaxaca. La puerta literaria fue La noche de Tlatelolco, el impactante relato polifónico con el que Elena Poniatowska y su marcha de voces sigue acechándonos. De ese libro, me impactó entonces y me sigue impactando ahora la confluencia de voces, de gritos a veces, con el que logró reconstruir aquella noche trágica y sus múltiples ramificaciones. La puerta cinematográfica fue la película de Jorge Fons, Rojo amanecer. De ella me asombra, hasta el día de hoy, su capacidad para mostrar tanto mostrando tan poco.
Sé, o al menos tengo la intuición, que esas dos puertas constituyen dos de las entradas más concurridas para los de mi generación al 2 de Octubre, si no para enterarse de lo que ocurrió, sí para sentir la magnitud de la tragedia. De modo que al intentar aproximarme a ese día, tuve esas dos puertas muy presentes. La construcción de “68 maneras de mirar una estrella”, que como La noche de Tlatelolco quiere ser un abordaje polifónico, una reunión de voces acerca de la masacre del 2 de Octubre, ocurre sin embargo bajo el tamiz de la ficción literaria.
La bibliografía que rodea al 2 de Octubre es prolífica en cuanto abordajes realizados desde la historia, desde las ciencias sociales y el periodismo; en el terreno de la ficción literaria creo que se nos ha quedado un poco a deber, siendo quizás Palinuro de México la gran excepción. Ojo: no quiero decir con esto que pretendo resolver una ausencia ni mucho menos, pero sí que ese terreno no tan explorado fue un elemento que me animó a intentar narrar el 2 de Octubre desde la ficción.
Creo que desde la ficción se pueden alumbrar pasillos de la historia a los que otros abordajes se ven de pronto un poco restringidos. Ahora, habiendo dicho esta barbaridad (Walsh, Alexiévich y Kapuscinski, en el imposible caso de que estuvieran leyendo esta entrevista, estarían levantando una ceja de sospecha y rechazo), me resulta interesante y problemático pensar que en “68 maneras de mirar una estrella” la ficción se construye por medio de relatos que solemos asociar a la No Ficción: tenemos un testimonio; una carta; las páginas de un diario; fragmentos de unas Memorias. La idea fue narrar desde géneros, desde formas textuales que suelen asociarse con la verdad, es decir, cuya veracidad no se pone casi en cuestión.
No sé qué significa el 2 de Octubre para los de mi generación; siento que es, junto con los 43 de Ayotzinapa, uno de los crímenes de Estado que con más fuerza se han arraigado en nuestra conciencia social e histórica y que más han cimbrado nuestra capacidad de indignación y acción consecuente.
Al 2 de Octubre, a Tlatelolco, uno de los personajes de “68 maneras…” lo define así:
“¿Te das cuenta? Nuestras historias se entrelazan, se unen. Eso es Tlatelolco: un gigantesco tapiz de historias cuyos bordes, cuyos hilos se entrelazan y se complementan. Y visto de cierta distancia, ¿sabes qué imagen forma ese tapiz? El rostro del verdadero asesino.”
Dejemos hablar a los personajes.
¿De qué manera conviven el estudiante de Estudios Latinoamericanos y el autor de literatura que hay en ti? ¿Consideras que la literatura puede influir tu quehacer académico y viceversa?
Con todo y que Estudios Latinoamericanos es una de las carreras más multifacéticas que conozco, a lo largo de los semestres me las arreglé para mirar las cosas desde un rostro casi casi que único: la literatura. Eso sí, desde la literatura se puede mirar hacia la historia, la filosofía, lo político y lo social: los otros rostros del CELA.
Lo que quiero decir con esto es que la convivencia entre mi carrera y la aparición de estos cuentos ha sido de lo más natural: dos caminos que convergen sin pensarlo demasiado.
Ahora, dentro de la carrera sí que me he encontrado con profesoras y profesores que le amplían a uno el horizonte y el panorama. Varias de las ideas y motivos detrás de Alguien encendió un fósforo provienen de las clases de profesores como el ya aludido Gustavo Ogarrio, pero también del acento en la memoria impulsado por Eugenia Allier; de la rigurosidad lingüística y poética de Sergio Ugalde; de la persecución a la historia que Valquiria Wey nos impuso hacer a través de la novela policial; de los encuentros entre la ficción y la no ficción puesta a debate por Jezreel Salazar. Sin sus maestros uno está siempre un poco más perdido que de costumbre.
La literatura, o más bien, la escritura de estos cuentos, me han ayudado a encarar las actividades académicas con una actitud más abierta y narrativa, tal vez hasta más lúdica. En mi proyecto de tesis (que tiene un tema literario: la narración autobiográfica en las memorias de infancia que escribió Augusto Monterroso. Sí, Monterroso planea omnipresente sobre esta entrevista), por ejemplo, también construyo un relato, conjugo algunas voces, manejo la aparición de múltiples personajes y tengo que encontrar el tono apropiado para contar una historia. Por supuesto que las exigencias y las formas son distintas, pero en muchos puntos la escritura de una tesis tal vez no diste demasiado de la escritura de un cuento (aunque ya quisiera yo que fuera igual de breve).
¿Cómo escribes?, ¿tienes manías, amuletos o supersticiones?
A mano, casi siempre. Por alguna razón, al lado de la computadora donde transcribo los cuentos hay unas veintitantas canicas transparentes aprisionadas en una compacta red oscura. No sé si califique como manía, superstición o amuleto, pero me sentiría muy mal si no estuvieran ahí.